Origenismo y postorigenismo. Orbita en la poesía cubana.
Hace ya más de un siglo, un poeta cubano, Regino Boti, expresó dos de las características más notables de nuestro acervo lírico: “La poesía es Una e inmutable” y además es parte de “El Ritmo del Gran todo”. Sobre esa particularidad identitaria conjugada contal universalidad, la poesía cubana ha ido esplendiendo diversidad de formas y figuras en consecuentes corrientes poéticas que han ido perfilando aquel “sentido y acento” que clamara para ella Juan Ramón Jiménez en su memorable Introducción a su antología La poesía cubana en 1936. Desde entonces, la poesía ha encontrado voces de semejanza o divergencia, pero todas en función de una unidad y diversidad arbórea, en plena correspondencia con su naturaleza, que fija en cubanía un tronco asomada y enlazado al mundo por su follaje.Uno de los momentos fijados de tales concordancias, está dado en el origenismo, movimiento artístico y literario que nucleara alrededor de la revistaOrígenesfundada en 1944, a un grupo de intelectuales que hicieron del saber encontrado en la poesía y la cultura a lo largo de la Historia literaria, una consonante réplica en pleno siglo XX. Su acción grupal tuvo un enfoque tan singular como fiel al linaje martiano, y su eje rector fue el poeta José Lezama Lima. Entre sus integrantes figuran nombres tan valiosos como Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Justo Rodríguez Santos, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego, Octavio Smith y Lorenzo García Vega, junto a la impronta de prestigiosas figuras del mundo de las letras, entre los que se contaron a Luis Cernuda, Vicente Aleixander, María Zambrano, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Octavio Paz, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, T.S D. Eliot, Paul Valéry, et al.
Con una fuerte consonancia y resonancia del importante momento del origenismo en la poesía cubana, en algunos casos parte de su propia órbita, y en otros, derivaciones precisas y enlazadas a él, aparece en la poesía una tendencia que podemos enunciar como postorigenismo, que continúa la pervivencia de elementos raigales como fueron en la poesía origenista una vocación de trascendencia y espiritualidad, poesía que bucea dentro de una realidad que toca los fondos más invisibles de su paisaje. El llamado “canto a la naturaleza” como tópico característico de la poesía cubana –al decir del poeta y ensayista Virgilio López Lemus- vuelve a sustanciar la obra de poetas que dentro del ámbito lírico actual, sientan nuevas pautas a la vez que prosiguen una tradición sentada ya dentro de la historia de nuestra poesía, que es aquella que cargada de un componente emotivo, funcional y vital, la hace entroncar con una realidad esencial que conforma su corpus de expresión, cosmogonía que se acomoda a la sencillez o a la urdimbre profusa de metáforas del creador, ya sea el caso. Cercana a las tesis de Albert Béguin (El alma romántica y el sueño), referidas al estudio de la naturaleza, la poesía cubana recuerda que “el hombre reencuentra toda la Creación en el centro de sí mismo”, y en este viaje hacia sí mismo, la poesía recorre un trayecto por los espacios interiores del hombre y del mundo, que se inicia al traspasar el umbral de una physis, la que supera la mera descripción de un escenario físico al conjuntarse al paisaje espiritual, lo que llamara Juan Ramón Jiménez “geografía espiritual”, develada por el “fondo natural”, que realzan –dirá Cintio Vitier- “las configuraciones del carácter, el sentimiento y el espíritu”.
La propuesta del postorigenismo, como derivación de caracteres ya anunciados en la poesía origenista, se afianza en esta “geografía espiritual” como objetivo más preciso, “macroimagen” obtenida en la poesía, que se asoma tanto desde el propio paisaje insular, para abrir las compuertas a la patria íntima del poeta que es su alma. Pero este asomo es solamente distinguible cuando la expresión supera lo meramente descriptivo o temático, para ir hasta una “constelación articulada de significados” –como diría Antonella Cancellier- que prefigura una estética asumida desde cada individualidad hasta conjuntar el fenómeno físico con el metafísico, es decir, con el íntimo que propone su lirismo. El viaje es físico, humano, y el hombre-poeta llega a sus parajes interiores penetrando el velo de lo fenoménico hasta un lirismo, el yo íntimo, que devela una cosmografía invisible que se organiza como “constelación articulada de significados”, metáfora de esa realidad iluminada que de geografía visible, irradiada por la Luz, se convierte en una “visión otra” poetizada, luz sustanciada como poesía, naturaleza luminosa que es su alma.
Bien vale recordar los caracteres más subrayados de la poética origenista, que se apoyan en una organicidad subyacente que da coherencia a la estructura de su mundo, cuyo hilo conductor está dado no por un sentido de racionalidad o aprehensión intelectiva, sino por la intuición, más plenamente identificada en ellos con la poiesis. No fue esta vía de aprehensión intuitiva de la realidad una mera intención cognoscitiva aunque sí sea un grado en el camino de conocimiento de la realidad y así de participación, sino que en Orígenes siempre fue más allá al ser la poesía un “estado”, una dimensión a alcanzar no para “contemplar” una idea, una forma, un concepto, un mundo, sino para consustanciarse con él, integrarse, sumergirse
El “yo” salvado de sus circunstancias – parafraseando a José Ortega y Gasset, cuyo influjo previsto en su “razón vital” impregnó la poética origenista- no fue síntoma de extrañamiento ni extrapolación del hombre de su contexto social, cultural y político, sino tan sólo ruptura de encadenamientos y fatalismos, proyección de esa libertad humana que implica, subrayada aún más por el pensamiento cristiano católico o “catolicidad” – como calificara con mayor precisión Cintio Vitier al sentimiento religioso de los origenistas- el cumplimiento de una misión terrenal como “camino de salvación” y ascenso del hombre en la escala de una añorada espiritualidad.
Y es sobre esta base de trascendencia y espiritualidad, que se apoya una corriente que, en su primer momento, representó la participación de los propios integrantes del Grupo en etapas posteriores a su escisión, junto a una órbita de poetas jóvenes que ya obraban junto a ellos –Cleva Solís, a la que FGM llamara “la otra poetisa de Orígenes”, Roberto Fernández Retamar, Fayad Jamis, entre otros- para luego impregnar con una semejante cosmovisión a otros poetas, como fuera Raúl Hernández Novás, uno los más destacados.
El origenismo convivió con otras corrientes poéticas en la Isla, pero la óptica esencialmente interna de ver e integrarse a la realidad en virtud de una conciencia poética de búsqueda de trascendencias, aunada a un sustrato espiritualista -algunas veces abiertamente religioso- se mantuvo indemne, por lo cual no nos sorprende el descubrir, en la poesía más actual, elementos que de plena identificación. Tales son los casos, por ilustrar en un abanico variado de posiciones, las obras de Juana García Abás, Alberto Lauro y Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal.
Juana García Abás (Premio de Poesía “Nicolás Guillén” 2006 con su libro Circunloquios) representa, a nuestro juicio, una línea de poesía cosmogónica y filosófica –que en los origenistas fue emblemática de José Lezama Lima y Gastón Baquero- y que en la poetisa concentra toda su fuerza de expresión para darnos su cosmovisión en diálogo constante con un universo que, aunque íntimo, se reconoce por códigos arquetípicos culturales, con los cuales se identifica y nos hace identificar. Voz de rareza inusual, García Abás puede ser ubicada en una vertiente que ha sido cultivada por grandes voces de la poesía hispánica, a más de la cubana –entre ellas las tan disímiles de Sor Juana Inés de la Cruz, Antonio Machado, y Ernesto Cardenal- al encarnar tan explícitamente esta línea de poesía cosmogónica, plena de resonancias espiritualistas y trascendentalistas.En el libro citado, uno de los más paradigmáticos de su obra, plantea, como epicentro de su discurso, el referente mayor de la cultura moderna: el “juego”, contrapunteo del hombre con sus dominios, el ansiado, el conocido, el ajeno, el ausente, en rupturas y traslaciones tempo-espaciales que dibujan parábolas inmensas que destacan lo esencial de la poesía por el vuelo de su metáfora.García Abás amplifica el alcance de su conversación para proponernos un viaje hasta sus figuraciones más íntimas, las propias de su imaginación. La poetisa se engarza a la estirpe del homo ludens y así se constituye en demiurga que mueve su sitial dentro y fuera de un juego que ella misma protagoniza, para desde allí apelar a las voces de la poesía, ya casi olvidadas, aquellas que disponen en su hacer una cosmogonía —real, imaginada— y hacerse eco de aquellas palabras de William Blake: “La imaginación no es un estado, es la propia existencia humana”.
En su preliminar al libro (“Bajo los canisteles”), Cintio Vitier nos coloca en el umbral: “Si uno entra en el misterio (dice), todo es misterioso”, espacio donde se sitúan las “reglas” de un vivir que se hace juego, imago mundi que denota, en su naturaleza desconocida, aquello que dijera Roger Callois: “todo lo que es misterioso o simulacro está próximo al juego”. En cierto modo, este juego propuesto es la intención de proclamar una íntima libertad, la de la imaginación y el pensamiento que sostiene el valor de una metáfora poética que nos conmueve. ¿Hasta dónde nos llevará? No hay reglas para el mundo de lo imaginal donde se condicionan otras leyes, de aquí que no nos sorprenda que la poetisa nos vaya dando, paulatinamente, como las graduales iluminaciones de San Agustín coladas por entre una celosía, sus avisos de orden; así previene en “La Ley”: “no hay cambio sin catástrofe”, para luego expresar el sentido de su cosmogénesis en “Principio de indeterminación” (“Esto es una onda. Esto no es una onda […] Esto es un verso. Esto no es un verso.”) y en “Relación de incertidumbre” (“Desconfía del hilo de esta malabarista que me concilia tanta turbulencia, entre aguas que no logran reflejarlo”). Coeficiente de incertidumbre que empaña la fijeza de un equilibrio, imposible, irremediable “Necrología de la balanza”.
No pretendamos encontrar la mansedumbre o una calma improvisada. Juana García Abás no huye del mundo sino que lo precipita en su vaso alquímico para darnos su anima mundi, ¿pertenecemos a ella?, ¿es la nuestra? A escondidas jugamos a encontrar un lugar, hallar un situ orbis en que nos reconozcamos. No hay respuestas precisas, no hay claves develadas, solo un pórtico desde donde el Leviatán nos mira. A ese mundo que hace suyo —más que una imagen, un imaginario—, García Abás nos invita a pasar con sólo una condición: “No me preguntes: venymira”. Entrar: una aporía; salir: una paradoja. Pero en el intento tocamos el Ouroboros.
Como quarks móviles, prestos saltando desde sus probabilidades, los versos dicen, desdicen, ocupan todo un orbe insólito, se mueven y surgen invocados por magia, alquimia, esoterismo, pasión y razón humanas, “volutas” de las “cábalas del juego”, desde un crisol que apertrecha “agua, maroma y arcaduz”. Alguna vez su memoria apela a Jacques Derridá, para sustentar las bases de su “invención” que ha abierto el “espacio de intranquilidad o turbulencia”. Pero el “hipercosmos”, dentro y fuera de sus paradojas se centra en un “caos ordenador”. Recuerda entonces la Ley en palabras de Rabí Meir: “Si omites una letra o escribes una de más, destruyes el mundo”.Equilibrio fugaz, ángeles y demonios confundidos en su jardín (sus rostros adivinamos en los dibujos, trazos, del artista José Luis Fariñas). Dejar su elección al hombre. Ya la poesía se ha asomado y nos ha dicho. Ya hemos avizorado. Su “multiverso” y el juego construido con él, se aposenta, en su cenáculo de espera, como “epílogo en el limbo”.
Alberto Lauro, por su parte, acusa una línea denotativa de lo religioso, y para ello acude a continuas parábolas de referencia bíblica, como es el caso de su poema “Últimas palabras a Abel”, que no hacen más que penetrar al mundo interno del poeta, para devolver por analogía y metáfora crecida en conocimiento, la nueva interpretación del hombre y el mundo que habita. El tema religioso en Lauro, es más que tema, pretexto para dar una cosmovisión donde el yo íntimo alcanza la trascendencia de su espíritu. No es la visión llana de una anécdota o de una alusión religiosa o cultural como fuente de inspiración, sino una re-creación de un mundo imaginativo –dentro de una tradición de fuente cristiana- que fusiona con el de la simple realidad, para así acentuar la doble connotación y el doble rango en que vive el hombre: mundo sensorial y suprasensorial,planos visible e invisible, enlazados por las metáforas que al final deconstruyen las analogías para acentuar las semejanzas. La parábola de Caín y Abel sirve para separar los signos de la inocencia (sentimiento visible) de la traición (sentimiento invisible):
En la vasta mañana he visto tender y alzarse
El vuelo de la luz, alción purísima del alba.
Miré los ojos de mi hermano, qué extraños
me han parecido, dolorosamente negros y qué cruel
y filoso rizo al caer sobre su frente.
Sus manos, desoladas, son las del verdugo de la inocencia.
Juntos venceremos los áridos caminos.
Y sin embargo, temo que no vuelva a ver mi casa.
Se abre el camino de la edad ante mis pasos,
Pero él va a mi lado, y confío que sea
Mi protección y amparo el día de la intemperie.
Está solo, ajeno (…)
En el poema “El regreso a la novia de Lázaro”, réplica a aquel que Dulce María Loynaz escribiera, inspirada en el mismo pasaje bíblico de la resurrección de Lázaro, desde la visión de “La novia de Lázaro”, Alberto Lauro responde a la queja de la amada, desde la postura del resurrecto, y que rememora su “aventura” ingrata en el mundo de los muertos:
Vuelvo a ti cuando ya nadie –ni siquiera tú- me espera. Regreso de un vasto reino de donde antes nadie vino. No tiene fronteras. Tampoco geografía. Su emblema es el olvido, la impune rosa deshojada del olvido. Vengo de una prisión con rejas impalpables, del interminable exilio que es la muerte, ya desasido para siempre del tiempo y la distancia, pero otra vez uncido a la bestia imperativa que es el cuerpo, cárcel del alma, tirano que acecha, fantasma de todos mis insomnios venideros. Lo que he visto no puedo decirlo con ninguna de las innumerables lenguas que pueblan la tierra. ¿Cómo hablarte, novia mía, sino con el silencio? Lo traigo para ti en la soledad del canto de todas mis palabras. Nada tengo para darte como regalo de bodas, en esta inesperada, súbita luna de miel de inconfesable júbilo, más que el silencio de la muerte que me colma en esta, mi canción sin palabras. No sé si es tarde o pronto, incapaz como fui entonces de confesarte el secreto que me llevé a la tumba, al que estuve atado como reo a grilletes y cadenas de invisibles eslabones, y que con nadie –ni contigo- fui capaz de compartir. Estuve solo frente a la eternidad. Ya lo sé. Atónito, inmóvil, desvalido, yerto e impotente, abatido como estatua yaciente en el letargo, perplejo grano de arena frente a una playa infinita, ajeno en las entrañas de la madrugada fría, auscultando el pulso y el paso a la tiniebla, en tanto de lejos me embriagaba como rumor de mar los sollozos de María, los pasos de Marta adecentando la caverna donde improvisaron mi tumba, demasiado humilde y distante de mausoleos de familias poderosas. Mi corazón en vilo se detuvo de golpe en el abismo del pecho y caí al precipicio incierto donde interminablemente se cae. Allí quedé sin presentir vestigios de otra amanecida. La vida no es larga ni corta sino frágil y arde como pabilo entre la sombra. Mi rostro lívido acechaba a mis hermanas preparando el velatorio en una pequeña estancia, inundada de aromas de lirios blancos que hubieran engalanado, novia mía, la ceremonia de nuestro enlace aplazado para siempre. Quedaste vestida de encajes antiguos que la lluvia en mi memoria deshacía, oyendo mudos trinos e inexistente música. Y en un rapto yo me fui sin decir adiós. Y sin saber a dónde.
Alberto Lauro regresa a la parábola conocida enunciada en nueva metáfora. Si la novia de Lázaro reclamaba desde un abandono humano, Lázaro apoya su discurso en una doble humanidad: perdida y recuperada, para interpelar a aquella (aquellos) que piensan solamente en el “milagro” como hecho enaltecedor de Cristo, olvidados de la pieza clave que es el hombre que, en su simple dimensión humana, no llega a entenderlo:
En una cueva quedé, depuesto en un hueco, expiando no sé qué culpa. Prisionero de la trampa del no ser. Tocando a las puertas de un cielo sin puertas. Bregué en regiones de ignotos desamparo. En el espanto de las horas sin fin me arropó el humo de cirios que, recién apagados, poco a poco se iba disipando.
La renovada parábola bíblica pone sus miras en el hombre, como fueran las apoyadas en la mujer para Dulce María Loynaz, y sus palabras las descorre el telón de aquellas otras de Luis Cernuda de su poema “Lázaro”: Pero él me había llamado / Y en mí no estaba sino seguirle, que hacen más patética la lealtad del amigo y penosa la incomprensión de los demás. El realce de unos sentimientos humanos, saca a flote otros, en un contrapunteo que establece –de manera parecida al de García Abás- las reglas de un juego donde ya se han echado los dados del azar.
La obra de Carlos Manuel de Céspedes García-Menocal, más conocida desde su condición de historiador, crítico y ensayista, ha dejado fuera de una atención crítica su poesía. Contrario a lo que se pudiera pensar, dada su condición de sacerdote, no es el tema abiertamente religioso el más presente, si bien la “religiosidad”, sustancia del tema, subyace en cualquier modo de afrontar los asuntos de su poética (las que sí se presentan explícitamente en su prosa, como por ejemplo, en su novela “Las estaciones de Vladimir”. La pervivencia de la visión postorigenista acotada, no es en él la de un seguidor prenunciado, sino la del poeta que vive su poesía de la realidad desdela subyacencia de un misterio latente en ella, “fondo” natural -enunciado por Vitier- que será siempre el contorno de una trascendencia y espiritualidad exorcizada en lo evocado. Los temas más reiterados son el tiempo y su paso ineluctable, ritmo que marca las vivencias, todas dialogadas desde su integración a la naturaleza, como manifestaciones de Dios. Pero, debemos insistir, no tratemos de ver en sus poemas un proselitismo a ultranza, sino una espiritualidad que seresbala y regala en medio de las sutilezas del cotidiano vivir. En “Aprendo poco a poco” (del poemario Canciones delAtardecer, Miami, 1994), expresa:
Aprendo poco a poco, más bien despacio,
A escuchar el idioma de la brisa leve
Cuando ya su voz es apenas un susurro.
Voy comprendiendo, no sin gran trabajo,
Las palabras de las olas tímidas, lentas;
De esas que ya sólo nos regalan
Unos cuantos retazos de espuma.
No me resulta ajeno el lenguaje de las flores
Pequeñas, de perfume tenue y corolas diminutas.
Carlos Manuel nos enseña -como mismo enseñaran San Francisco de Asís y Santa Teresa de Jesús- la trascendencia de la sencillez, con el solo gusto de aprehender la vida, satisfacción por las cosas del mundo –sensualismo que es también la alegría del vivir acorde con la gracias obsequiadas por Dios- que nos muestra en este diálogo que entabla con el mundo fenoménico, para entregarnos el más grande de lo trascendental. Así se expresa:
Nuestros ojos -¡tan pobres!-
Rechazan la luz demasiado intensa
Que nos ciega e impide el conocimiento
Del mundo que nos rodea;
(…)
Somos la pieza más importante
De ese engranaje complicado;
Para poder penetrarlo,
¡cuán banal y equívoco resulta
El estruendo de las olas enormes!
(…)
Yo me afilio a la legión extraña
De los que humildemente elegimos el viaje a la semilla
Para aprender su nucela
Y los variados matices que ella difumina (…)
Otras piezas de intensidad dolorosa se entrecruzan con los de valor testimonial, pero siempre con el tinte de la esperanza: “No otra cosa es la existencia / que un laberinto entretejido por las agujas del dramático rejuego misterioso entre el Amor que nos conoce, nos ama y nos trasciende, la pobre y arcillosa libertad humana (…) (“No otra cosa”). Su poesía de tema amorosa, apunta a este mismo rejuego entre intimidad humana, “arcillosa libertad”, y amor elevado a Dios. La sensualidad presenta el mismo deleite de un cuerpo sostenido por el espíritu que le insufla amor, emotividad que se comunica por todos los planos del amor, terrenal y divino, para develar una espiritualidad trascendida por lo sensorial. Así se advierte en un bello soneto, el número 3 de “Inevitable Eros”, amor que compara a los más bellos ejemplos del “Cantar de los cantares”:
La íntima canción se hace soneto
-ágil letrilla o, simplemente, verso-
Para expresar lo que tu cuerpo terso
Renueva en mis nociones del respeto
Ya no es más distancia y galanía,
Ni la externa y pudibunda contención;
Eso es ropaje de simulación
Y sutil antifaz de hipocresía
A un orden diverso me apremia el aprecio
De tu encanto: a la entrega, al arrebato
Y a libar tu dulzor a cualquier precio.
Leyes de acero tiene esta pasión
Que han anulado mi anterior recato
Y restauran la divina creación.
Conducidas por cauces indistintos, pero atadas al linaje de una poesía que entreabre la puerta del misterio, a partir de una mirada a la physis oculta, la del hombre y la de la naturaleza, transcurre una corriente poética que recuerda voces y expresiones quizás algo olvidadas, pero que al toque de la luz, anuda los lazos de unas “afinidades electivas” por donde se descubren, entre los más “variados rostros”, otra Cuba secreta.
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