“Hay soledades sociales que parten de una falta de conciencia de sí”
Por Alfredo Triff
La soledad histórica y otros ensayos
La soledad histórica y otros ensayos de Enrique Patterson es un libro audaz, conversado en voz alta. A contracorriente de la historiografía republicana primero y la castrista después, el autor cavila y defiende la voz de la identidad de la nación negra, voz que, pese a su justo reclamo, ha sido históricamente excluida y pospuesta por las elites del poder.
El libro invita al lector a una discusión íntima y abierta que cuestiona dos siglos de historia. Por estas páginas desfilan las corrientes definitorias de la nacionalidad como el reformismo, el autonomismo, el abolicionismo, el anexionismo y, más tarde, el independentismo. Aprendemos que desde la fundación de la República dos naciones quedaron deslindadas una de la otra. Les invito a examinar algunos puntos descollantes del libro.
«La revolución de Fuera del juego» contrasta las voces del poeta con la del máximo líder. El líder arremete contra el poeta armado también con la palabra. Patterson defiende una dialéctica de la burla que nos recuerda el cinismo de Diógenes de Sinope. Presenciamos la lucha de lo poético contra lo veterotestamentario, la metáfora contra la metonimia, la conciencia crítica contra el dogma, el choteo contra la parsimonia. La dialéctica de la burla poética sacude la realidad para que esta se muestre tal como es. Para nuestra sorpresa, la metonimia evangélica del máximo líder pierde, trinchera ideológica que Patterson denomina «castrianismo» con bienvenida dosis de humor.
El poeta expone la banalidad de las promesas que, «una vez desinfladas, quedan apuntaladas a punta de pistola». Patterson, desde un pragmatismo crítico, defiende al poeta Heberto Padilla como representante de la «síntesis iluminadora […] en el marasmo de movimientos históricos» al proponerse encarnar su realidad histórica en la poesía y así convertirla en foro de discusión y reflexión sobre el destino humano.
En «Lezama: la torre de marfil» Patterson apunta coincidencias: Lezama se refugia en la religión estética tanto como Castro se acoge a la religión política. Y subraya contingencias no tan aleatorias: tanto para Lezama como para Castro, Martí resulta imprescindible (para uno, el Cristo cubano; para otro, el autor intelectual del ataque al Moncada); añádase que los tres (el apóstol, el poeta y el máximo líder) son abogados.
Hace entrada el «problema negro» y Patterson se apropia del lema mañachiano de que el país es «un estado sin nación» para sugerir que el proyecto nacional criollo –blanco, entiéndase– es letrado, no histórico. El nacionalismo criollo se refugia en la literatura (de la historia), mientras que la historia real (la independencia, por ejemplo) recae sobre el negro.
El autor se cuida de no caer en el presentismo historiográfico de principios de la Revolución (seducido por el argumento clasista marxista) ni en la ideología identitaria tan de moda en estos días. Hay que decir que en ningún momento critica a Martí o a Ortiz desde una posición de superioridad histórica o racial. Por el contrario, Patterson elogia las figuras que examina: a Martí por su contribución humanista e independentista; a Lezama por su poética, a pesar del poder; al Ortiz que descubre un nuevo Ortiz; a Mañach por su cándida cubanía; incluso a Arango y Parreño por su racista «agudeza sociológica» (sin ironías). Lo que les reprocha a todos es no poder ver lo que sí el periodista negro Rafael Serra o Lino D’Ou a principios del siglo XX.
«Cuba: discursos sobre la identidad» elucubra imaginarios en pos de la nacionalidad. Reprocha ver al negro «como esclavo, mambí, miliciano, deportista y héroe nacional del trabajo». La historia heredada es realmente un rechazo a lo inexorable y Patterson lo manifiesta sin ambages: «sin el negro no habría nacionalidad».
De ahí procede el dilema agónico de las elites criollas: «convocar a la vez que excluir». Los reformistas inventan el «miedo al negro». Los abolicionistas usan la magnanimidad desde la superioridad (el autor la tilda de «igualdad por salvedad», algo que el negro debe agradecer). El anexionismo imagina una república al calco del sur esclavista de la Unión Americana. Salvando distancias, Céspedes es un Arango abolicionista (superponer personalidades que comparten cualidades no aparentes es un divertimento cínico de Patterson).
Llegamos entonces al Martí independentista de «Mi raza», cuya tesis humanista eleva al negro a la categoría de ser humano, a la vez que lo deslinda de su raza. Deslinde articulado en un juicio del apóstol: «Los negros están demasiado cansados de la esclavitud para entrar voluntariamente en la esclavitud del color» (Martí, 2002, v. 2, p. 299).
El Ortiz temprano legitima el lema de Arango: «todos los negros son salvajes». Ironías de la historia: Los negros brujos sirve, a pesar de Ortiz, de pivote para el segundo Ortiz. El concepto de «mala vida» indica una inclinación determinada no por la raza, sino por la cultura. Cuando el crimen alcanza tanto al negro como al blanco, la etnología le ha subido la parada a la antropología. Este hallazgo de una aguja en el pajar de la «mala vida» es todo de Patterson, y es presentado cualitativamente diferente al polo excluyente de Arango o al humanismo abstracto de Martí.
«La soledad histórica» es un ensayo atrevido y expansivo. Hay soledades sociales que parten de una falta de «conciencia de sí». La voz que se indaga no es la de un «yo pienso» cartesiano, sino un «somos», eco de una comunicación con otros; es decir, el efecto de transmitir y recibir información. Enrique Patterson no asume que la soledad «histórica» sea meramente «insolidaridad». A la información le subyace un «clima informativo» que propicia el acompañamiento. Se afirma que no hay mensaje si este no se recibe; o también –y esto es más difícil de procesar– si no se recibe como un «auto-acompañamiento».
Veamos: el negro llega sin universalidad y casi «se hace negro» a la llegada a su nuevo mundo. Patterson admite: «No hay negro entre negros». Alguien diría que el negro, como tal, tiene conciencia de sí. Patterson indicaría: «Aún no». Son muchos grupos diversos, arrancados de culturas específicas, que sin embargo no tardan en auto reconocerse. El auto-acompañamiento del negro se da en los cabildos, rica tradición que continúa con las conocidas sociedades negras durante cincuenta y ocho años de república. Es en el eco de estas sociedades que el negro restablece su universalidad.
Patterson le da la cara a una pregunta dura: ¿Por qué el negro se traga el cuento de la Revolución si ya había una voz con una historia desde sí mismo? La respuesta es atrevida: el «estado dramaturgo» castrista ejecuta una «puesta en escena» superlativa, performance social que conlleva una «tachadura» de la voz del negro (desde el concepto de raza), suplantándola por otra de «logros» sociales (desde el concepto de clase social). El dogma castrista declara que, en una sociedad sin clases, donde el negro ya ha obtenido «logros», la raza queda reducida a un atributo cultural significativo, pero no esencial.
Irónicamente, la opinión pública internacional adopta el discurso del «estado dramaturgo» referente a haber logrado, «por primera vez en la historia y en un tiempo brevísimo», eliminar el racismo que había persistido por siglos. Triste desenlace que sigue en pie, después de sesenta años de castrismo ininterrumpido. Como pragmático al fin, Patterson evita optimismos ilusorios y pesimismos recelosos.
Sin soluciones mágicas, La soledad histórica y otros ensayos, apunta a una nación negra que continúa rehaciendo su camino.
Alfredo Triff
Dr. en Filosofía, periodista y compositor
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