Por el profesor y ensayista Enrique Patterson
La historia de Cuba puede leerse como el conflicto de dos proyectos de nación no cuajados. Uno excluyente e impuesto desde arriba, del cual no escapan muchos de nuestros próceres independentistas y los gobernantes sucesivos desde la época republicana hasta la fecha actual, y otro “que brota desde abajo” ―Fernando Ortiz― que toma su primera visibilidad histórica en 1812 con la conspiración de Aponte, y que, si bien no ha logrado plasmarse en instituciones democráticas representativas a nivel político, sí ha logrado ir conformando la sustancia de una cultura e identidad nacionales.
Asúmase que hago una lectura de nuestra cultura desde la perspectiva de cómo esos imaginarios de nación pueden rastrearse en ella, en sus disímiles géneros y manifestaciones culturales, y si bien esa cultura “que brota” se ha manifestado muy temprano y con fuerza en la música y la poesía. Es ahora que observo que comienza a ocupar un centro de gravedad en la, por otro lado, excelente tradición novelística cubana. La tardía aparición de este factor como tema central de la producción novelística (cuya presencia por lo general se ha presentado de manera subordinada, subsidiaria) tiene sus razones.
La novela como género literario, presupone una infraestructura económica e institucional mayor que la poesía, la pintura o la música y la relación del poeta o el músico con el público (mediada por el poder) es mucho más directa que la del novelista, casi siempre sometido a procesos de producción, distribución y consumo más condicionados por mediaciones sistémicas de mayor complejidad que a las que se someten el poeta, el pintor o el músico, sin que por eso estén al margen de dichas mediaciones.
Una zona de la novelística de las naciones jóvenes (y Cuba lo es, pues la nacionalidad realmente cuaja en el siglo XX después de la aparición de la radio) tiende a ocuparse en mostrar el cosmos de la vida en esos periodos formativos, mostrándonos el lado humano de la historia; que no es lo mismo que la historia de la formación del estado a lo que se reduce la versión de la historia oficial. Eso no significa, sin embargo, que en esa narrativa todos los grupos sociales que forman la nación tengan voz propia, ni que sus voces sean escuchadas. En esa novelística casi todos los grupos sociales aparecen, son vistos, pero no siempre hablan con acento propio o son escuchados. Es lo que pasa con un personaje central de nuestra historia y en nuestra cultura, sin el cual no podríamos hablar de Cuba: el negro.
En el caso cubano, la novelística que se ha acercado a los temas del surgimiento y conformación de la nación (y en eso incluyo lo mismo a Cirilo Villaverde, a Carlos Loveira, a Lezama Lima como a Manuel Cofiño) ha adolecido de construir un relato desde la óptica positiva o negativa del discurso oficial o desde la recreación, a veces genial, de la memoria afectiva de los grupos sociales dominantes, y de sus alternativos discursos de identidad (Lezama Lima), pero desde la perspectiva de las élites excluyentes. Por eso creo que El Lirio del Prado, la novela del poeta, compositor y novelista Reynaldo Fernández Pavón, introduce una diferencia a considerar en el continente de la novelística cubana.
El Lirio del Prado
La novela de Fernández Pavón sigue la historia de una familia cubana, sus avatares, tragedias y luchas por la supervivencia desde la experiencia de vida de “los otros”, los preteridos, los de abajo, de esos portadores que, si bien no lograron implantar su proyecto de nación, si conformaron una cultura y que con cuya historia, el autor de marras se propone desarrollar una novelística.
Pudiera leerse El Lirio del Prado como una novela histórica, y en cierto sentido lo es, pero sería una lectura limitada. La leo como la reivindicación de la dignidad humana de los llamados sujetos subalternos, como el empoderamiento testimonial de los caricaturizados, como la muestra de la universalidad de aquellos percibidos como bárbaros, como la restauración de la voz de los tachados.
Y, algo a considerar en este caso, la obra es más una novela-testimonio que de ficción, pues en realidad se trata de la historia de la propia familia del autor. Rafaela es…su bisabuela. Este enfoque testimonial se observa en la propia estructura de la obra donde son los propios personajes quienes hablan y que, al parecer, todos fueron reales. Se trata de nuestras historias no contadas, del silencio de parte de nuestro propio pasado familiar e histórico. Lo sé por la cantidad de historias semejantes que conozco, incluso en mi familia, historias que-desgraciadamente- no sabría contar. Dicho de otro modo: Mariana Grajales no fue un personaje excepcional, solo un personaje muy conocido. Su rasgo distintivo no fue su patriotismo (nuestro siglo XIX está lleno del patriotismo del que han carecido los siglos subsiguientes) sino su irreductible dignidad. Es lo que vemos en Rafaela, y los otros personajes de la novela. Es su tema central.
Dicho esto, hagamos una breve mirada ―esquemática por razones de espacio― en la historia de la literatura cubana, y observemos como aparecen dos personajes centrales: la negra y la mulata. Sí, en femenino. Pues el autor tiene un interés especial por los personajes femeninos. Se trata de darle voz a lo silenciado, a lo tachado, ¿qué mejores personajes que los afro descendientes femeninos? Donde a la vez se puede dar voz a dos silencios constantes en nuestra historia: la raza y el género. Me resulta evidente que las relaciones raciales y de género forman parte de la estrategia de la narración.
Voy a nuestra novela decimonónica por excelencia, Cecilia Valdés. Villaverde logra presentarnos un plano social abarcador del siglo XIX cubano en el núcleo donde realmente se conformaba el carácter nacional, o sea, la vida urbana. El cafetal, la plantación camera, son solo referenciales. Además, su personaje central es Cecilia, una mulata y negros, mulatos y blancos conforman los protagonistas de la novela. Villaverde, seguidor del naturalismo imperante, toma la realidad tal cual es, no se podía narrar la cubanidad que surgía, cercenando alguna de sus partes constitutivas y, además, el mérito de Villaverde radica en considerar que los afrodescendientes son centrales en el relato de la formación de la nación. El personaje central es Cecilia, no Leonardo, detrás de Cecilia está Chepilla y Cecilia aparece como un epifenómeno. Hasta ahí llega Villaverde.
Nos presenta a esos personales subalternos como principales, pero no logra penetrar en la humanidad y dignidad de los mismos porque los ve desde fuera. Dan lastima o pena, jamás admiración. Los describe, no los pone a hablar desde una humanidad que acaso no les ve. Sus personajes afrodescendientes carecen de voz, son sujetos presentes pero tachados.
Tomo prestado un término althusseriano: en la literatura cubana los afrodescendientes, como personajes, han sufrido el mismo proceso de tachadura del sujeto, que han sufrido en los proyectos políticos de las elites dominantes.
Y lo que es peor, esos sujetos ―ya mutilados en la literatura― se han proyectado como arquetípicos modélicos a los que se induce que se debe copiar. En un ensayo el ensayista cubano Reynaldo González, decía (sobre Cecilia y la Mulata) que es un típico personaje de tragedia que vivía su vida como si fuera una farsa. El drama es sofocleano: la bella mulata que ignora que se acuesta con su hermano y cuyo final conduce a una tragedia. Todos los elementos están puestos sobre la mesa, solo la estupidez o la superficialidad le impiden comprenderlo.
Llama la atención, la influencia que la literatura, y la educación, pueden tener en la formación de personajes típicos o en apariencia típicos de una sociedad y que al poder, con sus mecanismos, le interesa proyectar. Cecilia (el epifenómeno blanqueado de Chepilla) se convirtió en la imagen sublimada del ideal de belleza y placer del macho criollo: vacía y sensual, concubina y complaciente. De ella se deriva la “mulata del rumbo”, la cabaretera, ciertas prostitutas republicanas o jineteras actuales. La pregunta pertinente no es si Cecilia era un personaje real; !claro que hubieron muchas Cecilias en el S.XIX! De lo que se trata es si era realmente un personaje típico, o si los personajes que de ella se derivan resultan ser la imposición que las elites culturales y políticas criollas han impuesto como patrón que se copia y se repite.
Lo que estoy planteando ―e interpretó que el autor de la novela sugiere― es que culturalmente los afrodescendientes han sido “humanamente” tan tachados en Cuba que, muchos de sus comportamientos al parecer típicos, responden al esquema de la mirada racista y deshumanizada de los otros. La tachadura, como bien vemos en Villaverde, no significa eliminación. Por el contrario, es un proceso en el que, a la vez que se muestra, se cercena. El otro es presentado pero a la vez silenciado. No se le permite hablar, se habla en su nombre.
Espero que algún académico acaso le dedique una investigación a esta zona de nuestra cultura, pues este proceso de tachadura del sujeto siempre se acompaña de la estrategia de suplantación de la voz, si es que se les permite hablar. En el caso de Lezama, en Paradiso, el otro, los negros cocineros sólo se destacan por su función. Al margen de eso son seres silentes, algo que se le agradece a la honestidad intelectual y artística de Lezama: si no puedes entender los conflictos y la humanidad del otro, mejor no hablar por ellos.
Fernández Pavón, en El lirio del Prado, deconstruye esa iconografía históricamente distorsionada o falsa, y regresa al mismo siglo XIX de Villaverde a narrar en la novela la saga real de su familia en la isla y el mundo. Son historias comunes pero desconocidas. Pero los problemas radicales se enfrentan por la raíz. El personaje principal es Rafaela, el correlativo de Chepilla en Cecilia Valdés. Y ahí surge un personaje de dimensión universal, definido por la consagración al trabajo digno, el espíritu emprendedor, la voluntad de superación, el orgullo, el amor a la familia, la solidaridad, la amistad el apego a sus raíces, la apertura a lo universal y…. el perdón.
Además, no aparece como una historia excepcional, sino bastante típica, como típica es la tendencia humana a la superación y el progreso. El autor nos deja con un deseo de querer saber más. Nos revela lo escatimado, lo tachado. En este sentido Fernández Pavón es el anti Villaverde, y su novela, la anti Cecilia Valdés.
No puedo dejar de referirme Al exquisito trabajo de esta segunda edición de la novela El Lirio del Prado, de la mano del poeta, ensayista y novelista Manuel Gayol. Algo que demuestra lo ya sabido, que detrás de un buen escritor hay siempre un buen editor, mucho más cuando el editor es un escritor ya conocido y destacado. Espero que el lector se quede con el deseo de continuar leyendo que me ha dejado la lectura de esta novela. Es lo que ocurre cuando los otros hablan.
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